El contador de estrellas
Cuando era niño, pasaba las noches de verano acostado en el pasto, contando estrellas, allá en la provincia de Buenos Aires. Primero el cielo se oscurecía, luego aparecía Marte y, gradualmente, un mar infinito de luces titilantes iluminaba la noche. Entonces, me dedicaba a perderme en el intento fútil de contarlas todas.
Comenzaba descartando a los planetas, Ve us y Marte. Luego seguía decidido con las Tres Marías y las más resplandecientes, hasta que, en un punto, empezaban a surgir entre ellas centenares de puntos apenas perceptibles, un tejido infinito de luces. Siempre terminaba perdiendo la cuenta. Pero no importaba. Lo esencial era la certeza de que estaban ahí, inagotables, esparcidas como diamantes sobre la negrura del cielo.
Pasaron los años. La infancia se convirtió en recuerdo, el mundo siguió girando. Pero algo cambió.
Hoy miro hacia arriba y nada queda de aquel firmamento que una vez me envolvió. Las luces de la ciudad apagaron las estrellas, como si alguien las hubiera cubierto el cielo con un velo opaco. Apenas un puñado resiste, las más brillantes. Busco con la vista aquel mar centelleante de mi infancia, pero ya sólo las encuentro entre mis recuerdos.
A veces, lamento no haberlas contado todas. Ellas ya no están. Y me da la sensación de que, con ellas, también se ha ido una parte de todos nosotros.