Lo que queda
"Si vives lo suficiente, verás desaparecer todo lo que aprecias."
Eso le dijo su madre a Julia, un domingo cualquiera, mientras pelaban papas en silencio. Lo dijo como quien comenta el clima, sin drama. Y tenía razón.
A los 9, Julia perdió a su hermano mayor. Una bala perdida, dijeron. Pero ella sabía que no fue tan perdida. Había visto la camioneta negra rondar la esquina dos veces esa semana. Nadie hablaba. Nadie miraba. En su barrio, preguntar era tan peligroso como responder.
A los 15, su mejor amiga dejó el colegio. Su padre se "metió en cosas", y cuando desapareció, la familia entera se evaporó detrás. Ni rastro. Como si nunca hubieran existido.
A los 21, Julia ya no era Julia. Era “La Rula”, la que pasaba recados para tipos armados, la que se reía alto, la que tenía ropa nueva cada semana. Sobrevivir en los suburbios no era gratis. Pero era posible. Por un tiempo.
Un día, un periodista llegó al barrio. Joven, con acento de ciudad. Quería hacer un documental sobre “cómo el narcotráfico desarma el tejido social”. Julia lo miró como si estuviera hecho de papel mojado.
—¿Vos creés que esto es nuevo? —le preguntó—. Esto no lo trajo ningún cártel. Esto lo dejó el Estado cuando se fue. Ellos sólo ocuparon el hueco.
El periodista anotaba. Julia lo miraba con pena. No entendía nada.
A los 29, Julia se fue. No por miedo. Por cansacio. Se mudó a la capital, trabajó de limpieza, estudió de noche. Le costó años sacarse el barro de encima. La lógica. Aprender que no todo tenía precio. Que no todos los favores se pagaban con miedo o lealtad.
Un día, caminando por el centro, vio un cartel gigante: “Banco Global. Nuestro compromiso es tu futuro”. Casi se ríe. Sabía que ese mismo banco lavaba dinero de los tipos que mataron a su hermano.
La rabia le duró un instante. Después se apagó. Como todo.
A los 47, volvió. No quedaba casi nadie. Su madre, una vecina ciega, un chico que decía ser hijo de su amiga desaparecida. Las calles eran las mismas, pero más grises. Más vacías.
Miró su antigua casa. Había un grafiti nuevo en la pared: “Dios perdona. Nosotros no”. Sonrió con tristeza. El tiempo no cura. Sólo borra.
Esa noche, en su vieja habitación, escribió en un cuaderno:
“No hay final feliz para nosotras. Sólo resistencia. Sólo testimonio. Y si vives lo suficiente, verás desaparecer todo lo que aprecias… pero también verás de qué estás hecha.”
Y eso —pensó— no te lo puede quitar nadie. Ni los narcos. Ni los bancos. Ni el olvido.
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